miércoles, 17 de abril de 2013

Duelo de ángeles


Esta pieza en un acto para dos actores --titulada Mass Appeal, en un juego de palabras que se habría perdido en una eventual traducción-- fue escrita y estrenada por Bill C. Davis a finales de los setentas. El propio autor, en su página web, declara su deseo de que cada obra suya sea escenificada en todos los teatros del mundo posibles. La producción en el catedralicio e íntimo, legendario Teatro Marsano, a cargo de un adecuadamente pontificio y familiar Osvaldo Cattone que así, de manera sensible, celebra su distinguidísima carrera sobre las tablas, es, en mi opinión, una que a Davis no le habría disgustado ver.

Se trata de una reflexión crítica hacia los comportamientos eclesiásticos que tantos dolores de cabeza han causado al Vaticano, misma sede generadora de una crisis propia todavía a remontar. Un diácono librepensador y disidente (Diego Bertie) se enfrenta a una manera de pensar y hacer las cosas encarnada en la figura popular de un sacerdote (Cattone) que, sorpresivamente, lo irá acogiendo y protegiendo. Las ideas de Davis acerca de la tolerancia y la verdadera virtud de la iglesia ideal --lejos de los fastos y entre los pobres, honesta y práctica, ajena al machismo y la hipocresía sexual-- devienen pesimismo nihilista, individualista y aun misantrópico (anticlerical, ¿ateo?) al final; todas han sido planteadas en una adaptación suficientemente clara, provista de un simple dinamismo. La imagen proyectada del Señor de los Milagros en el altar de la parroquia, por ejemplo, es uno de los detalles que, con ironía, apuntan a ese franciscanismo utópico y universal que se debate. La comedia y la potencial tragedia han sido bien balanceadas, al menos en la interpretación que presencié la noche del sábado 13: la agresividad y compasión del desilusionado y lúcido personaje de Bertie fueron las cornisas de una labor tal vez más personal que superficialmente, manifiestamente profesional; aunque quien esto escribe sintió al actor en una especie de piloto automático, la verdad más profunda de su valiente rol (de él mismo) irónicamente protegida debajo de la pericia técnica. Si cabe, Cattone estuvo bastante (¿mucho?) mejor, pasando de las risas a las lágrimas (suyas y del público) en una demostración sutilmente magistral que, por otro lado, era de esperarse. No obstante, un marchamo, si no de rutina, sí de una cierta falta de contundencia a lo largo del montaje en general, se las arregla para limar, estropeando, las aristas de su trabajo individual, de innegable poder emotivo, como también ocurría en el de Bertie… Algo que no se circunscribe a la interpretación, pero que ignoro si es congénito al texto original. (Tampoco sé si se debe a que la producción ha llegado así al fin del verano, con una inercia muy comprensible dado que se estrenó el 9 de enero. Pero acaso fue solamente el momentum de una noche no tan inspirada como otras. O, más probablemente, una torpe jugada de mi imaginación: ha sido la primera vez que he apreciado al señor Cattone en su teatro, nada menos que una experiencia religiosa para alguien como yo, que fantaseaba con ver Annie allá por 1987.)

Rescatemos, pues, una actuación dual satisfactoria en su química, cuyas partes se completan o complementan mutuamente, en la que quizá también habría que notar el virtuosismo memorístico y la intensidad física y emocional requeridos por el formato a ambos intérpretes. Además de una eficaz utilización de la versátil (aunque algo apretada) escenografía y de los espacios de la sala --incluida la virtual interacción con los espectadores como feligreses--, en un estilo muy sencillo, casi básico y ajeno a la fallida ostentación artificial observada en otras, más “ambiciosas” puestas (La ciudad y los perros, producida el año pasado en el Centro Cultural de la Católica, es un triste y conveniente ejemplo), contra las cuales ésta habría administrado un oportuno antídoto.        

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